domingo, 10 de abril de 2011

Invierno 14



Urlen Olast nunca había dormido en una prisión. Ningún miembro de la familia Olast había dado con sus huesos en una mazmorra. Más increíble era que sus captores no habían respetado un escudo de sobra conocido y admirado, pero estaba alejado de las tierras de Olast, que vieran nacer su apellido de un humilde origen.

La noche se había cernido sobre Arboleda y con el amanecer del nuevo día los preparativos para una ejecución se hacían evidentes. El patíbulo estaba siendo colocado en la plaza frente al Gran Salón y el caballero tuvo que preguntarse si le reservaban un turno en la horca al igual que a Dindan.

La puerta se abrió y los carceleros empujaron con el pie un plato de sopa hirviente dentro de la celda. Rieron por lo bajo y Urlen se acercó casi arrastrándose al plato, después escupió dentro.

Ellos sacaron sus porras dispuestos a matar a palos a aquel noble pomposo que no conocía su posición actual.

Olast era el nombre de su tatarabuelo, no era el auténtico, se lo impuso su señor y significaba “Valiente”. Su tatarabuelo Olast fue un soldado enviado a defender las tierras de su señor, como tantos. En una batalla, especialmente sangrienta, sólo Olast sobrevivió en su bando, frente a él quedaban diez soldados que se creían victoriosos y su amo que ya paladeaba la victoria frente a su oponente. En un descuido del grupo se lanzó sobre ellos, la espada se mellaba contra los huesos y las armaduras, pero Olast no se detuvo. Finalmente quedaban el noble y él.

La espada estaba rota y clavada en las entrañas del último soldado. Así que aquel miliciano, aquel hombre valiente, se lanzó contra las armas del caballero y le machacó a puñetazos.

Fue como hicieron a Olast señor de las tierras que había defendido y su leyenda se extendió más allá de estas. Su señor forjó una espada para él de tal dureza que nunca se quebrase para que sangre tan pura no luchase como las bestias nunca más.

De vuelta al tataranieto, algunos rasgos eran innegablemente heredables. La porra de uno de los carceleros iba hacia él y la detuvo en mitad de la trayectoria, asiéndola fuertemente con la mano sin dejarla ir. Se incorporó rápidamente y con la mano restante envió la sopa hirviente a la cara del otro guardia.

El que sostenía la porra era la viva imagen de la incredulidad. Urlen le sonrió con satisfacción. Pronto iba a descubrir que la casa de Olast no había perdido destreza a manos desnudas.

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