jueves, 8 de julio de 2010

Invierno 10



Había cabañas solitarias en puntos dispersos y sus habitantes al ver a los dos viajeros hacían poco o nada por encontrárselos o conocerlos.

Tras una breve ruta en dominios de leñadores las puertas de Arboleda se alzaban ante ellos. Nadie parecía patrullar la entrada, ningún soldado en las torretas.

Urlen contempló la fortificación y le confortó la idea de dormir tras la seguridad de unas murallas, tras días de vagar por tierras salvajes.

Las puertas se abrieron mientras se aproximaban y aparecieron arqueros en las torretas que les apuntaban al tiempo que lanzaban advertencias y les alentaban a deshacerse de cualquier arma que portasen. El orgullo guerrero del sureño le hizo llevar la mano a la empuñadura de su arma, idea que desechó al ver la comitiva de guardias armados que acudía desde el interior de la ciudad.

La expresión de Dindan, como en otras ocasiones se volvió sombría y abrió su instrumento, pero no paso nada, antes de que llegara a accionar alguno de sus mecanismos se lo arrebataron, a ambos les despojaron de su equipo y los maniataron.

Urlen había sufrido un pálpito de miedo al ver el gesto de su compañero, pero al quitarle los guardias el Canundrón fue como si un velo hubiera sido retirado de su vista y saliese de un sueño, viendo por primera vez a Dindan como lo que era, un triste hombrecillo, loco y patético, que sin su juguete lloriqueaba mientras lo apresaban.

Los arrastraron adentro y el joven caballero buscó refugio en el sarcasmo:

- ¿Amigos tuyos? – preguntó al bardo, que hipaba con cara de atontado.

El verde




Kira estaba acostumbrándose a las nuevas habitaciones, curioso, nunca habían tenido, así que en realidad estaba encantada.

Su nuevo hogar era el edificio verde, un coloso casi derrotado en aquel paraje polvoriento. Había acogido a la nueva familia como lo hizo con oficinistas y científicos cuando tenía otros propósitos.

Ellos eran Sofía y sus hijas Kira y Menut, de diecinueve y seis años respectivamente, las protegía Ryo, cuñado de Sofía y tío de las niñas. Gracias a él las mujeres nunca necesitaron más protección de los hombres sin escrúpulos del páramo.

Según los adultos estarían más seguros lejos de las grandes ruinas, donde los desalmados se abastecían de lo que necesitaban como animales carroñeros. Vivir apartados, resguardados y seguros hacía que Sofía y Ryo pasaran casi todas las horas de luz lejos de casa buscando comida y agua. Dejaban a Menut al cuidado de Kira y esta se perdía en sus sueños.

La niña jugaba entre los escombros y saltaba de piedra en piedra, Kira estaba dibujando nubes en una pared con un trozo de tiza, un original cielo verde. Menut se cansó y se durmió sobre su hermana que contemplaba el páramo imaginando el antiguo mundo. Vehículos, grandes ciudades llenas de gente feliz, con agua al alcance de la mano, fruta a montones en los mercados, televisión, el sueño perfecto de la humanidad.

Vio entonces una calle y era inusual, porque solo las había visto en fotos y dibujos. Tres casas prácticamente idénticas y consecutivas se conservaban entre los restos de otras que fueron iguales y le devolvían la mirada. Era solo un pedazo del pasado y estaba aislado sobre una escombrera igual que todos los pedazos que había por allí.

Le gustaron aquellas casas guarnecidas entre chapas y esqueletos del mundo desaparecido, reforzaba su ensoñación. Acarició la cabeza de Menut metiéndole los dedos en la melena oscura y le susurró al oído.

- Un dia tendremos una casa así – besó su mejilla – y yo tendré un jardín con flores.

De buen humor



Los relámpagos llegaron primero, como es natural. La lluvia, pausadamente al principio con furia después, caía sobre la ciudad.

Él estaba solo en casa, viendo como otros salían a la calle y se malhumoraban ante la visión del asfalto húmedo.

Los arboles estaban visiblemente alegres, saludando a la lluvia, él hizo lo mismo, disfrutaba la lluvia aunque a otros no les gustara.

Se puso un chándal gris viejo y salió a correr, quedando calado en pocos segundos. Agitó la cabeza bajo el chaparrón, respirando el aire húmedo y limpio.

Unos gorriones se refugiaban en una cornisa cercana y asomados a la calle vieron al alegre corredor, que apoyó las manos en las rodillas lanzando bocanadas de vaho.

El agua recorría toda su cabeza, arrastrándole el pelo delante de la cara, al apartarlo vio a los pajarillos y les sonrió, mientras, a su alrededor caras en grises muecas.

No disfrutaba la lluvia sin importarle que a otros no les gustase, la disfrutaba porque ellos la odiaban.