domingo, 24 de abril de 2011

Secretos televisados



Uno de los monitores de seguridad centelleaba y mostraba sólo nieve gris e interferencias. La mayoría de las pantallas controlaban el perímetro alrededor de la vivienda. Un aviso apareció superpuesto en la lectura que Armand llevaba a cabo en su ordenador, se levantó y apagó el monitor que fallaba.

Hacía una semana que había alojado a la familia errante en el hangar de vehículos, una zona sucia pero adecuada por el momento. Su principal preocupación era cuanto iba a durar ese “momento”. Estaba leyendo algunas de las teorías de duplicación genética de su padre, siempre más interesado por las cosas vivas que él, un apasionado de las máquinas.

El texto de su progenitor era de carácter práctico, formaba parte del proyecto para reiniciar la especie humana que llevaba gestándose desde tiempos del abuelo de Armand, en aquella generación que nació de un mundo asolado por la guerra nuclear.

La esperanza de llevar a término aquel plan había disminuido rápidamente con los años. Las mujeres habían muerto o desaparecido y con ellas las posibilidades de reproducción. Y ahí se encontraba el dilema, en aquel hangar había tres mujeres, en el único lugar del mundo donde eso podría significar la salvación de la humanidad.

Para Armand era doblemente difícil abrirles las puertas a su casa, sabía lo importante que podía ser aquello, pero eran (aparte de su padre) toda la humanidad que conocía y no sabía si merecían su confianza. Los escritos acumulados también contenían una guía, una ayuda para tratar con personas si se daba el raro caso de encontrarlas.

“Hijo mío, en nuestra historia la confianza siempre fue una gran preocupación, un delicado bien. Ya te he hablado en otras ocasiones de los diferentes perfiles psicológicos que este mundo nuestro podría traer ante tu puerta. Debes observar y decidir. Recuerda que la falta de confianza a gran escala ya secó la Tierra una vez.”

Con estas palabras en la cabeza fijó su atención en una de las cámaras que enfocaban al interior de la casa, concretamente al hangar. Allí un Ryo claramente nervioso afilaba un largo pedazo de plástico contra una pared. El paso del tiempo le estaba impacientando.

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