miércoles, 30 de junio de 2010

Invierno 9



El viento que recorría el valle traía olor a pastos, algo que un viajero en aquellos parajes agradecía de inmediato, la cercanía de la civilización.

Nuestros protagonistas habían alcanzado un sendero que recorrían desde el día anterior y estaban más tranquilos. El deshielo era evidente en el cauce cercano de un riachuelo que crecía por momentos y se podían ver viejas canalizaciones de agua para cultivos que el hombre había perdido antaño frente a la naturaleza.

Las tierras salvajes dieron paso a pastos y colinas, una combinación bella en su sencillez enmarcada por montes y montañas nevados.

Era su segunda jornada en aquel nuevo terreno y Urlen empezó a imaginar porqué la ciudad se llamaba Arboleda. Una línea verde, que tan solo era el comienzo, anunciaba la existencia más adelante de un inmenso macizo boscoso.

El valle se abría entonces a tierras llanas que iban ladera abajo, dejando Arboleda y su sinonímico entorno como puerta a la montaña. La ciudad podía verse a lo lejos rodeada de frondosidad.

- Ah… el hogar – dijo Dindan con una amplia sonrisa.

Invitado



Hay una fiesta en la sexta planta. Todos están felices, ríen, brindan y disfrutan del ambiente.

Ahí, sin hacer ninguna de esas cosas estoy yo. Me pregunto que estoy haciendo allí, porqué me invitaron. No hay una emoción definible en mi interior, pero si agitación. Estoy cerca del mareo, nada me parece como debería ser.

El jolgorio a mí alrededor me satura y salgo a una terraza. Muy por debajo los sonidos de una ciudad adormecida me calman. La puerta se abre y un rostro feliz me hace compañía. Me pregunta como me va y le digo la verdad, me estoy pudriendo por dentro. Posa la mano en mi cabeza con cariño y me dice que todo se arreglará, después regresa adentro.

Aunque crean conocerme o yo a ellos, todos sabemos que es una mentira aceptada de común acuerdo, para no asumir la debilidad de nuestras apreciaciones.

Desde fuera de la fiesta la veo como estando adentro, igualmente no pertenezco allí, en realidad a ningún lugar. En ese balcón, solo, es donde pertenezco, en la “compañía” de alguien que me acepta y conoce. De otra manera siempre soy un invitado en una fiesta que no comprendo.

jueves, 17 de junio de 2010

Invierno 8



Todo alrededor de Urlen se agitó, las rocas se resquebrajaban y el suelo vibraba como lo haría bajo una estampida de enormes bestias.

Dindan se alzaba ahora flotando en el aire mientras reía y golpeaba los mecanismos del Canundrón más enloquecido de lo normal. Relámpagos y rayos multicolor salían del instrumento y causaban destrucción allá donde golpeaban.

El impulso del joven guerrero era huir, pero el miedo paralizaba sus piernas, una angustia indescriptible amenazaba con cortar su respiración y entonces… abrió los ojos.

Nunca había tenido una pesadilla así que Urlen estaba nervioso como mínimo. Su frente estaba perlada de sudor pese a la baja temperatura. Frente a él Dindan dormía plácidamente. Con una sonrisa en la boca ronroneaba y hacía ruidos propios de un animal satisfecho.

Seguían en un campamento improvisado de camino a Arboleda, la única población de la zona y lugar de origen del músico loco.

La perspectiva de acercarse a la civilización –juntos además- no hacía felices a ninguno de los dos viajeros, pero se lo escondían el uno al otro debido quizá a que la necesidad de asociarse era tan patente en los últimos días como su desconfianza mutua. Habían acelerado su descenso por aquel valle alentados por los lobos que les seguían hacía poco y que se encontraban envalentonados por la mejoría del tiempo.

Al acordarse de ellos Urlen tuvo un escalofrío y se arrebujó en sus mantas, poniendo atención a los sonidos tras el viento.

Dindan soñaba con un pastel enorme.

Madrid IV



Siempre hay una pareja besándose y otra discutiendo, gente mirando lascivamente a otra. Siempre hay alguien durmiendo en un banco. Siempre hay dos amigos paseando que no se dicen claramente lo que sienten, por puro e inocente que sea. Siempre hay alguien disfrutando y alguien jodido. Siempre hay tráfico en movimiento y prisa impregnada en el aire. Siempre hay un semáforo con peatones que lo cruzan. A veces si te fijas, una ventana está abierta en un edificio con muchas parecidas. Siempre hay dinero en movimiento. Siempre hay sopor encerrado consumiéndose lentamente. Siempre hay niños en un parque. Siempre hay humo. Siempre hay anuncios. Siempre hay noches con búhos y gente dentro que se deprime al ver algo. A veces es un día de suerte. Siempre hay luz…y polvo en alguna parte y oscuridad. Siempre y nunca.

La grieta



Miraba al suelo, porque ese era siempre su estado de ánimo. Había una gran grieta que recorría de parte a parte la losa que el gobierno municipal instalara hace incontables años frente a la casa para formar una bonita calle de barrio residencial. El asfalto que en su día había a continuación ya no estaba, ni tampoco cinco metros de tierra que yacieron bajo él. La losa estaba así, casi suspendida en el aire.

Más allá el horizonte se coloreaba amarillento. El mundo era sólo un páramo estéril. Algunas construcciones agonizaban en aquel mar de nada, a su alrededor resistían acumuladas las escombreras que recordaban a la humanidad que las crease.

A Armand, el último hombre vivo, le gustaba la vista. Llevaba una vida viéndola. Solía pasar la vista de la gran grieta que adornaba la losa de la entrada a los pocos edificios semiderruidos al fondo, nada cambiaba nunca.

El edificio rojo estuvo infestado de ratas enormes una vez, así que aquella fue una época divertida para Armand. Subía a la vieja torreta antiaérea de su casa y las hacia puré.

El edificio verde en cambio le resultaba interesante, conservaba algo de su integridad estructural, podía serle útil. Y… le pareció apreciar movimiento, “Ratas enormes o esos malditos perros molestos otra vez”, se dijo.

¡No! Eran… o parecían ¿humanos? ¡Pero ya no había más! ¡Él era el único! ¡El único que podía haber!

Subió la escalera metálica de acceso al observatorio, con las prisas y la excitación rompió adornos de la vivienda y se golpeó con muebles, escalones y lo que encontraba a su paso.

Desde el catalejo confirmó sus sospechas. Cuatro figuras humanas. ¡Imposible! Era lo único que podía pensar. Cuando su expresión de incredulidad fue completa la vieja losa de la entrada pareció sentirlo. Con un crujido se partió para caer rodando por la ladera de la colina.

Los cambios, al parecer, eran inevitables.

miércoles, 2 de junio de 2010

Madrid III



Es sábado por la noche, un crisol multicolor es el collage en que se convierten las calles, lobos solitarios, bellos rebaños de ovejas, vampiros en cuadrilla, cabrones resabiados, todos montados en el tren de la adrenalina nocturna.

Todo parece ingenua e inocente alegría, pero en algunos rincones se enquista la decadencia y la perversión. Como respondiendo al olor de esto ultimo coches de la policía nacional encienden sus sirenas y atraviesan las arterias a toda velocidad y con toda probabilidad equivocados de dirección.

Unos cuantos cuya inteligencia y prudencia están en equilibrio salen directos de los bares a sus coches y luego a un nuevo bar.

La avalancha de gente no se detiene un segundo, un local de moda se vacía y otro se llena, la artificial alegría de la ebriedad nocturna llena muchos espíritus, se forman vínculos para acabarse a continuación, las reglas se olvidan o se permite romperlas temporalmente, un desorden no desbordante ronda las calles, el calor aumenta.

Risas resuenan escandalosamente al rebotar contra fachadas y suelos, chicas preciosas cuidadosamente maquilladas y bronceadas equivocan sus prioridades, un chaval que las mira deseoso se da cuenta de lo injusto de su existencia y decide irse a casa en ese momento. La totalidad de incidentes en tan corto espacio de tiempo hace detenerse el mundo, los relojes no avanzan en apariencia y solo el clarear del cielo amenaza romper el encantamiento.

El tono cambia de índigo a celeste y la fiesta se acaba para casi todos, el Sol aparece y cariñosamente acaricia las azoteas y cúpulas de muchos edificios, algunos antiguos y de función olvidada, pero de contradictoria belleza que aspira a la eternidad.