jueves, 17 de junio de 2010

La grieta



Miraba al suelo, porque ese era siempre su estado de ánimo. Había una gran grieta que recorría de parte a parte la losa que el gobierno municipal instalara hace incontables años frente a la casa para formar una bonita calle de barrio residencial. El asfalto que en su día había a continuación ya no estaba, ni tampoco cinco metros de tierra que yacieron bajo él. La losa estaba así, casi suspendida en el aire.

Más allá el horizonte se coloreaba amarillento. El mundo era sólo un páramo estéril. Algunas construcciones agonizaban en aquel mar de nada, a su alrededor resistían acumuladas las escombreras que recordaban a la humanidad que las crease.

A Armand, el último hombre vivo, le gustaba la vista. Llevaba una vida viéndola. Solía pasar la vista de la gran grieta que adornaba la losa de la entrada a los pocos edificios semiderruidos al fondo, nada cambiaba nunca.

El edificio rojo estuvo infestado de ratas enormes una vez, así que aquella fue una época divertida para Armand. Subía a la vieja torreta antiaérea de su casa y las hacia puré.

El edificio verde en cambio le resultaba interesante, conservaba algo de su integridad estructural, podía serle útil. Y… le pareció apreciar movimiento, “Ratas enormes o esos malditos perros molestos otra vez”, se dijo.

¡No! Eran… o parecían ¿humanos? ¡Pero ya no había más! ¡Él era el único! ¡El único que podía haber!

Subió la escalera metálica de acceso al observatorio, con las prisas y la excitación rompió adornos de la vivienda y se golpeó con muebles, escalones y lo que encontraba a su paso.

Desde el catalejo confirmó sus sospechas. Cuatro figuras humanas. ¡Imposible! Era lo único que podía pensar. Cuando su expresión de incredulidad fue completa la vieja losa de la entrada pareció sentirlo. Con un crujido se partió para caer rodando por la ladera de la colina.

Los cambios, al parecer, eran inevitables.

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