martes, 16 de febrero de 2010

Invierno 3




El fuego crepitaba y chisporroteaba en el interior del viejo árbol muerto en el que Urlen y su visitante cocinaban un venado, que tan sorprendentemente acababa de dejarse matar para ellos.

El hombrecillo decía llamarse Dindan y era el personaje más estrafalario que su estupefacto acompañante hubiera conocido. Sus rasgos eran los de los hombres de aquellas tierras, alto y claro de piel como de ojos, pero había algo diferente en él.

Su pelo era rubio claro casi blanco, alborotado y despeinado saliendo de su cráneo. Ocultaba parcialmente unos ojos azules siempre abiertos, que paseaban nerviosamente sobre cada detalle a su alcance. La boca mascullaba una ininteligible letanía y parecía estar mascando un invisible bocado que fuera escaso, como royendo una raíz, los dientes siempre a la vista.

Sus ropas no combinaban mejor. Se protegía del frio envuelto en la piel negra de un oso y bajo tan contundente protección vestía una camisa, amplia, con faldones de colores, verde, rojo y amarillo, al uso de acróbatas y juglares.

Dindan se sentaba en una caja de madera oscura tallada con runas e imágenes de una mitología desconocida, había estado abierta hacía muy poco.

Dentro de la caja estaba un instrumento que Dindan había llamado el Canundrón. Era un peculiar aparato. De la caja salía una bolsa de tela que recordaba a una gaita unida a un mecanismo que funcionaba como un acordeón, con la peculiaridad de estar accionado por numerosas cuerdas, botones y orificios en una aparatosa distribución.

- Extranjero – dijo Dindan al advertir la atención de su joven anfitrión por el Canundrón - ¿Quieres que toque una pieza? No algo como lo de antes, algo más… relajado. – apuntó mientras arrancaba un bocado de carne del hueso y sonreía.

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