martes, 11 de mayo de 2010

Madrid II



Camino cerca de Bilbao y entro al metro, mi propia prisa me empuja pero algunos de los otros pasajeros también. Tengo que hacer transbordo en Sol, me abro paso entre los turistas y los que sencillamente no entienden que otros tienen que llegar a alguna parte y ellos con su actitud despreocupada del resto de la humanidad cabrean a quienes tienen poca paciencia –como yo- y cosas que hacer.

Justo me dirijo a las escaleras que dan al andén de mí línea y una vendedora ciega de cupones de lotería hace gestos al aire y grita:

- ¡Oye! – no estoy seguro de que sea a mí (hay más gente alrededor), pero respondo.
- ¿Si? – agita ante mí cara un billete de diez euros que tiene en la mano.
- ¿Es bueno? – pregunta apremiante.
- Si… yo diría que si – ni pensaba en tener ese tono de duda en mi voz, pero me salió.
- Vale, gracias – me despachó en un segundo.

Subo a un vagón gobernado por el aburrimiento, muchos rostros de mirada esquiva parecen aguardar por algo más que la llegada de su destino. La atmosfera cargante se rompe cuando un grupo de colegialas con faldas a cuadros invade un cuarto del espacio. Aunque solo hablan de chorradas, veo su inocencia y juventud de espíritu y me ataca la melancolía.

Salgo a la superficie y entro en una oficina, espero mi turno con ilusión y escepticismo. Paso a un despacho con un trajeado tras una mesa, todo en ella esta perfectamente ordenado, como el peinado de mi entrevistador.

Me vende el fantástico trabajo que tiene para mí, ofertando a potenciales clientes un producto revolucionario, el novísimo “Ionizador aéreo”, que por expansión de iones en el aire domestico purifica y esteriliza el ambiente en el hogar. Le pregunto cuanto cuesta el cacharro y el me responde que semejante maravilla tecnológica cuesta sólo quinientos euros, de los que me tocaran enteramente cincuenta, pero en caso de que vendiera más de diez mi jugosa comisión ascendería a setenta euros.

Me dice que normalmente el proceso de selección es más largo pero mi actitud y presencia le convencen de que valdré para esto, así que me cita para ir al día siguiente con un supervisor a hacer mis primeras ventas y ver qué me parece. Estrecho su mano sonriendo y le despido hasta mañana mientras mentalmente me juro cortarme los genitales con unas tijeras de podar si vuelvo a verme en una situación parecida.

Llego hasta mi coche con un agobio familiar, estrés de ciudad. En el tráfico me muevo con la misma sensación de estupidez global a mí alrededor, todos aborregados y con atención omisa a las normas de conducción –que no es que me gusten mucho- que ayudarían al menos a moverme más ágil entre ellos. Dos que no parecen tener mi aguante aceleran y sobrepasan rápida y peligrosamente las concentraciones de vehículos, tampoco esos imbéciles me hacen demasiada gracia, incluso menos que los borregos.

Estoy parado en un semáforo y se me acerca un hombre casi anciano y un poco regordete, balbucea algo, pero no entiendo nada y tengo que bajar el volumen de la radio.

- ¿Perdone?
- Que…mmmm…tengo sangre, mira – señala a su pierna y veo manchas en su pantalón de sangre y pus resecas.
- ¡Ostias! ¿Quiere que le lleve a un hospital? – mi ofrecimiento es sincero, pensando en algo grave.
- No…-dice con un tono lastimero- mmm…dame un euro o algo…mmm –el recuerdo de mi bolsillo con unas pocas monedas rojizas de escaso valor se me hace visible.
- No tengo un duro –lo digo con convencimiento que él debe interpretar como una brusca negativa.

El viejo se aparta de mi coche y repite su ritual en la siguiente ventanilla. El semáforo cambia a verde, acelero para alejarme de allí. Puto dinero.

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