Marina es una chica pequeña y triste. Por su encogimiento se
adivinan y acrecentan ambas cosas. Toda su vida la ha pasado huyendo del dolor,
encerrándose en lugares imaginarios creados en su mente.
El motivo: su padre. Desde que Marina tuvo uso de razón su
padre abusó de ella de las formas más detestables, tanto más siendo su propia
hija. La había pegado cada vez que su enfermizo cerebro así lo precisaba.
- - Marina, tráeme otra cerveza –una bofetada.
- - ¡Marina! Eres la cría más imbécil del mundo. ¡Te
dije que ayudaras a tu madre a limpiar! – el sonido del cinturón desabrochándose.
- - Eh… Eh Marina, soy Papa, despierta… - abalanzándose
sobre ella en la cama, todo impregnado del olor a alcohol y sudor.
Había crecido así, callada, temerosa de cualquier sonido,
reclusa en su propia casa, con su madre, estatua muda, como carcelera cómplice.
Cuanto más lejanos quedaban los doce años menos la pegaba y
más la violaba, no le gustaba tocarla cuando estaba amoratada por los golpes y
los abusos se centraron en la noche y la cama.
A los catorce años Marina era el ama de casa que su madre
era incapaz de ser. Un día consiguió desatrancar la puerta del sótano, un lugar
a donde sólo bajaba su padre, para meditar a solas. Limpió el polvo de las estanterías
y los extraños libros que allí había y uno llamó su atención.
Era un libro lleno de símbolos que ella no conocía, igual
que la lengua en que estaba escrito, no se dio cuenta, ensimismada por el
descubrimiento, de que su padre había bajado allí también.
- - ¡Marina! ¡¿Qué haces?!
No pasó a verla en las noches de al menos dos semanas. En las que tampoco pudo ir al colegio.
En ocasiones, mientras su padre la violaba, ella rezaba a
Dios pidiéndole que le curase de su enfermedad, que purgara ese mal de su
cuerpo, le diera una oportunidad de mejorar en su trabajo en el taller, ganar
más dinero, ser feliz y quizá pudiera ser el padre que debió ser. Nada cambió
durante años.
Llegó su quince cumpleaños. Le hicieron muchos regalos y
tuvo una gran tarta. Su padre había cambiado de trabajo, estaría más horas allí
y ganaría más dinero, por primera vez le vio feliz y sonriente y dio gracias a
Dios, su corazón estaba repleto de gratitud y alivio.
Esa misma noche supo lo que iba a pasar en cuanto se abrió
la puerta de su cuarto, los vapores del whisky lo anunciaban.
- - Marina cariño, feliz cumpleaños – se metió en la
cama e introdujo su lengua agria y babosa en la boca de ella.
Las esperanzas de Marina murieron para siempre.
El año siguiente siguió casi igual. Con énfasis en el “casi”.
Su padre estaba feliz y tenía dinero, eso solo quería decir que cuando volvía a
casa estaba más borracho y pasaba más tiempo en la habitación de Marina. Para
ella, la principal diferencia era que ya no rezaba a Dios, las historias de la
Biblia sobre los justos y los mansos le parecían patrañas ahora. Había escogido
rezarle al Demonio, al mal más oscuro que pudiera concebirse.
Pasaba noches sin dormir, deseando que simplemente se
muriera, de algo natural y rápido, se conformaba con eso. Pero él simplemente
medraba en todos los aspectos, incluso se daba más tiempo a si mismo pasando
fines de semana enteros en el sótano, volviendo aún más relajado y sonriente.
Ella cantaba mantras interiores a cualquier dios de la muerte que pudiese haber
existido y el viejo cabrón no se moría.
El mal no parecía prestarle atención, así que la
noche antes de su dieciséis cumpleaños esperaba a su padre sentada en la cama,
abrazada a sus rodillas, con un cuchillo escondido en la manga del pijama, esa
noche le mataría.
Entonces vio un coche negro con cristales ahumados aparcar
frente a su casa, de él bajaron dos hombres muy altos, también vestidos de
negro, trajes muy elegantes, gafas de sol y sombreros de gánster. Su padre
salió a recibirlos, como si los esperara, oyó la conversación amortiguada por
los cristales de su ventana, parecía como si su padre intentara negociar con
ellos, los hombres de negro se rieron y abriéndole la puerta trasera del coche
le llevaron adentro, él se volvió hacia la casa y cruzó la mirada con Marina.
En los ojos de él un grito de auxilio, en los de ella
frialdad glaciar.
La puerta del coche se cerró y el hombre de negro que
quedaba se dirigió a la puerta del conductor, la abrió y se paró un momento, miro
directamente a Marina y le sonrió, hizo un gentil gesto inclinando el ala de su
sombrero con la mano, entro en el coche y se marcharon.
Era… como si ese hombre lo supiera todo. No, lo sabía todo.
Cada centímetro de piel de la niña le decía que estaban allí por ella.
Al día siguiente bajó al salón, volvía a haber una tarta con
dos velas para el número dieciséis pinchadas encima. Su madre estaba hecha un
desastre, tenía ojeras y estaba envejecida.
- - Feliz cumpleaños – dijo con un hilo de voz.
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