sábado, 23 de julio de 2011

Invierno 18



La calma precedente desapareció según la vibración proveniente de las estatuas aumentaba. Los aldeanos abandonaron su fascinación y la cambiaron por una furia asesina. En la plaza se desató el caos.

El caballo que parecía una salvación a la vista estaba siendo engullido por la avalancha humana y pronto Urlen y Dindan correrían la misma suerte, algo que aunque amenazador preocupaba al joven guerrero menos que los guardias a los que vio tensando sus arcos.

- ¡Muévete maldito loco! – tiró de Dindan para encumbrarse en el pedestal de las estatuas huyendo de la muchedumbre.
- El movimiento no nos salvará – respondió acompañándolo de una patada en la cara de una anciana que lanzaba sus manos buscando arañarle.
- ¡La charla tampoco! – alzó el escudo para detener dos flechas y resopló clavando la vista en su compañero.

Desde la posición elevada se defendían a patadas y golpes contra los habitantes de Arboleda que hervían en una rabia descontrolada, no parecían seres humanos, más una jauría, los ojos inyectados en sangre, las bocas llenas de espuma. Varios de ellos se colgaron del escudo y fueron atravesados por los proyectiles, eran demasiados y les arrebataron la defensa.

Dindan tuvo una idea recordando un truco del que aún disponía. Extrajo una cajita que sobresalió de la superficie del Canundrón. Tenía una manivela en una de sus caras, comenzó a darle vueltas y resultó que era lo que parecía, una caja de música. Un pequeño prodigio que reprodujo su canción y brilló levemente. Las flechas que iban hacia ellos se detuvieron en el aire y el brillo de la cajita se intensificó.

- ¡Anda! Esa no se la sabían – sonrió satisfecho, demasiado satisfecho.
- Gracias una vez más – Urlen siguió repartiendo mamporros y la vibración de su apoyo siguió in crescendo - ¿Qué hacemos ahora? – tuvo que gritar para resultar audible.
- Hay una interferencia donde debería haber una diferencia – el bardo sudaba dando vueltas a la manivela y parecía luchar mentalmente, hasta tal punto que la furiosa turba le capturó.
- Estamos perdidos – las flechas congeladas en el aire cayeron al suelo y Dindan fue tragado por la masa.
- ¡Destruye el veneno! – fue lo último que se pudo oír mientras lo arrastraban.

La espada familiar Olast refulgió con los escasos rayos de Sol que se filtraban entre las nubes. Defendió su posición mientras pensaba que aquella muerte honorable que soñaba sería solo una quimera y dándole vueltas a aquellas palabras vio entonces la fuente a escasa distancia y su caño, la serpiente. Las ninfas parecían sonreírle a él.

Liberando su brazo entre otros que lo apresaban, resistiendo como solo un Olast podía hacerlo, lanzó un último golpe para cercenar la cabeza de ofidio. El esfuerzo era considerable y sus numerosos atacantes le impedían alcanzar su objetivo, haciéndole lanzar estocadas al aire.

Atravesó a un hombre no mucho mayor que él mismo, quizá el más joven a su alrededor, sintió pena un instante que humedeció sus parpados y con un certero tajo destruyó el caño. El agua brotó con fuerza y la serpiente metálica se retorció al caer al suelo sangrando bronce.

Urlen sonrió al comprobar que todos se habían parado y su alegría duró lo mismo que la fruta madura tarde en alcanzar el suelo desde el árbol, lo mismo que tardó la última flecha en trazar una precisa trayectoria e impactar en su pecho.

Se tambaleó y miró los rostros gemelos de piedra negra contemplándole burlones. Después… sólo oscuridad.

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