Ya
había pasado por todos esos estados: depresión, euforia, sentirse profundamente
estúpido, seguro de sí mismo, loco. Y no eran ganas de reincidir sobre algo ya
conocido, era la imposibilidad de dejar de hurgarse en el cerebro, una
necesidad que no se puede explicar a otros.
Va a
lugares conocidos. Repite las mismas tareas. Mantiene la rutina y la cordura
unidas, sabiendo que ello es el estado natural de las cosas. Estaba enfermo de
incomprensión, hacia si mismo y lo que le rodeaba. Contrastar el propio
diagnóstico de la enfermedad no ayudaba, hay (y habrá) quienes aportan luz y
quienes lo embarran todo.
Le
conforta un poco la búsqueda, sentirse parcialmente comprendido. La irritación
que puede producir a unos alguien así la supera el respeto por ese estado que
despierta en otros.
Esta
noche hemos acudido al mismo lugar conocido. Buscamos la seguridad de una cama
de espino en un entorno revestido de cuchillas. Una mirada alrededor
tranquiliza mucho, estamos casi solos. El ambiente se oscurece, nos oculta,
quiere guarecernos. Acudo a por una nueva dosis y espero junto a él. Durante
esa tensa espera es cuando nos vemos, aunque nos hayamos mirado cien veces
antes.
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