lunes, 17 de enero de 2011

El centro del mundo



Desde la azotea se tenía una perspectiva amplia y desoladora de las ruinas. Había sido una gran ciudad rebosante de vida, cuando cayeron las bombas se convirtió en un cementerio, como el resto del planeta.

Pero aquel edificio alto y robusto, aquella estructura solida y de aspecto futurista resistía incólume. Lógico, estaba diseñada con ese propósito.

En la cúspide de su torre principal se encontraba su único morador. Walter se apoyaba cansadamente con su brazo izquierdo contra las cristaleras de la cara norte mientras en su mano derecha agarraba un vaso de vino. Llevaba viviendo en soledad los últimos quince años, desde que muriera el ultimo oficial al mando de la estación. Ahora sólo quedaba él, un operario de mantenimiento de más de sesenta años, agotado, solitario y deprimido. Esa noche particular también se encontraba un poco borracho.

El caso es que faltaba una semana para concluir la misión y como era la que era, necesitaba beber para mentalizarse. Aquel complejo ostentaba el mayor poder de destrucción concebido por el hombre, el control de una última lluvia nuclear desde el espacio. La misión, originalmente debía evaluarla todo un equipo de expertos, pero las cosas no salieron como estaba planeado y todo lo que quedaba ahora eran Walter y un botón rojo parpadeante.

Su superior se lo había dejado claro:

- Termina la misión Walter, sabes lo necesario.
- Si, sargento, lo haré – la tos del sargento era violenta y salpicaba sangre.
- Los enemigos no deben rearmarse, perdimos, pero no caeremos solos, esos cabrones… - la tos le interrumpió – esos cabrones sabrán lo que nos hicieron cuando también sus países ardan – una sonrisa se dibujó en sus labios.
- Pero… señor y… ¿Y si hubo supervivientes en nuestro bando? ¿No mataríamos a todo el mundo? ¿Señor?

Ese momento fue en el que Walter se convirtió en todo lo que quedaba de su ejercito y de los miles de millones invertidos en programas de defensa.

Y aunque hacía ya diez años que debería haber acabado su misión algo pasaba siempre aquella semana. Se emborrachaba y al día siguiente se despertaba con una sensación que le impedía pulsar el botón.

Se recostó en el puesto de mando, llorando sin demasiada pasión. Se limpió las lágrimas con la manga de su viejo uniforme y contempló su alrededor, la ciudad, sobre la que empezaba a nevar. Bebió otro trago de vino y luego abrió otra botella.

La sala de control solo conservaba encendidos los sistemas imprescindibles, entre ellos el calendario y el reloj, que inutilmente anunciaban el paso de las horas y los días. El reloj marcaba las 23:59 cuando Walter comenzó a rellenar su vaso, emitió unos zumbidos y dio paso a las 00:00. La voz metálica del ordenador anunció el nuevo día: “Es veinticinco de Diciembre, ¡feliz navidad soldados!”

Miró al fondo del vaso mientras lo apuraba y recordó cómo le gustaba a su madre la navidad, las luces de colores prendidas en los arboles, los centros comerciales rebosantes de ilusiones que aún podían cumplirse…

Solo la había disfrutado mientras ella vivía, aun sabiendo que le producía esa alegría melancólica que él casi sentía en ese mismo momento.

“Los recuerdos, es lo único que salvaría” pensó. Con algunas lágrimas cayéndole al bigote cambió el gesto y sonrió. Bajó el cobertor del botón rojo y volvió la vista a la nevada.

- Nuestros enemigos pueden esperar un año más.

2 comentarios:

  1. Al final un poco de esperanza, ¿ves como no siempre eres tan negativo?.Soy Héctor.

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  2. Si lo que lees no te lo confirma, por mi bien. Eso significa que mi intuición no me miente.

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