martes, 23 de marzo de 2010

Invierno 4



El nuevo día amaneció claro y menos frío. Dindan no había conciliado el sueño en toda la noche, inquieto como siempre, pero esta vez presa de una excitación especial.

Entrecerró los ojos en un gesto que le hacía parecer aún más siniestro y observó detenidamente al joven caballero que dormía profundamente. Urlen, aunque desconfiaba del músico, fue vencido por su cansancio y cayó rendido al acabar la cena.

Robusto y de aspecto saludable, sus largos cabellos oscuros caían sobre su rostro barbudo, en una mezcla de tosquedad y refinamiento. Sus prendas estaban confeccionadas con buen cuero y protegían todo su cuerpo.

Junto a él, descansaba el equipo de guerra, un recio peto de metal como protección, sencillo y rematado con hombreras anchas, acabadas en crestas metálicas, imitando a llamas. Junto a la armadura estaban las armas, arco largo y un carcaj de flechas y la espada, guardada en su vaina.

Le había fascinado esa hoja desde que cortara limpiamente la carne de la cena, la sangre fluyendo podía producir un efecto hipnótico en él. Sin apartar los ojos del acero cubierto de símbolos y escudos heráldicos se perdió en sus pensamientos, encendidos por el recuerdo del rojo fluido.

Dirigió los ojos inconscientemente a las montañas y las cavernas bajo ellas, buscó el lugar donde reptaba un viejo mal y casi cruzó el miedo su mirada un instante.

Dindan devolvió su atención a la espada, a la que contemplaba con una sonrisa malévola en la boca.

- ¿Qué estás mirando? – Urlen se aclaró la garganta – Esa es la espada de mi abuelo, no la mires.

- No la miraba – mintió, pero quedaba disimulado en su nerviosismo habitual – pensaba en lo bello de sus formas – sonrió de oreja a oreja y su aspecto no era nada afable.

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